Después de las internas Astori y Mujica tuvieron algunos días de negociación. Fue una negociación que se cerró, inconclusa, con un abrazo que se pareció bastante a cuando Isaac Rabin y Arafat se estrecharon la mano en la Casa Blanca. El efecto fue negativo.
Lacalle y Larrañaga eligieron Florida como primer lugar a visitar como fórmula tras las internas. El candidato a la presidencia bajó de la camioneta, ayudado por su bastón, y empezó a caminar entre vítores y besos de un centenar de dirigentes y simpatizantes blancos que esperaban en el Centro Democrático.
Por ese mismo motivo me resultó lamentable el abrazo entre Mujica y Tabaré Vázquez cuando el Capitán Miranda tocó tierra. Desde la semana previa los medios hablaban de un encuentro entre el presidente y el candidato oficialista, para abrazarse ambos, restando sólo saber dónde y cuándo sería. Se vieron y, como si se tratase de algo inesperado, se abrazaron. Tabaré se mostró como sorprendido que Mujica estuviese allí.
“Hola. Mañana a las diez y cuarto nos vemos y nos abrazamos”. “Ok”.
Más chocó por tener entre sus protagonistas a Mujica, una figura que durante tanto tiempo ha intentado jugar el papel de actor político que está absolutamente desligado de la dependencia de la imagen y de las estrategias de asesores. Sucumbió hace tiempo. Esto fue, en todo caso, la estocada final.
El domingo de noche Pedro Bordaberry hizo creer que él, espontáneamente, había decidido que votaría a Luis Alberto Lacalle en noviembre. Da lugar a que hoy, ofuscados, los frenteamplistas hagan circular un kilo de arroz Samán (“rojo, pero blanco bien blanco”) con la esfinge del candidato colorado. Para colmo, se vuelve blanco “en sólo 8 minutos”. Era un centro a cabecear.
Yo en esta defiendo a Pedro. Es evidente que no se volvió blanco en 8 minutos. Es mentira. Es imposible. Si Bordaberry salió a decir que él votaría a Lacalle el mismo domingo a la noche, es por algo muy sencillo: la negociación ya estaba cerrada desde mucho antes, y como por una cuestión de formalidades el Partido Colorado no podía comunicar orgánicamente esa misma noche que se plegaba a los blancos (sería haber admitido institucionalmente de antemano una derrota), el golpe de efecto pedido por los nacionalistas fue avisar el apoyo de algún modo. ¿Qué mejor que el propio candidato adelantando su voto? Los blancos saben muy bien la importancia de hacer eso espontáneamente aprovechando el fervor del día de la elección.
Si esto no fuera así (si la alianza no estuviera ya acordada), lejos estaría el candidato presidencial de un partido de poder adelantarse a la resolución de la mesa ejecutiva de su colectividad. ¿Y si el ejecutivo colorado decidía dar libertad de acción? ¿Qué hacía Bordaberry? ¿Dónde quedó lo manifestado por el propio candidato de no descartar la posibilidad de un gobierno de coalición con el FA?
Evidentemente la alianza entre colorados y blancos para el balotaje era un compromiso cerrado desde antes, y me animaría a decir que con algunos ítems ya acordados. Como el Partido Colorado como tal no podía decirlo esa misma noche, casi lo mismo era que lo dijera su candidato. Horas más tarde, el Partido Colorado hará como que analiza lo que ya analizó, y como que resuelve lo que, evidentemente, ya resolvió. Algo para nada espontáneo.
Se me ocurre que es, entonces, ingenuo creer que a Bordaberry, como Saman, le basten 8 minutos para cocinarse y ser “rojo, pero blanco, bien blanco”.