El
maracanazo fue ‘tragedia nacional’ en Brasil. También en Uruguay se convirtió en un mojón histórico, aunque -al menos al principio- en las antípodas de lo que representó el 1-2 en las cabezas de los habitantes del monstruo sudamericano.
Digo ‘al menos al principio’ porque con el correr de los años el país conservó de tal modo la marca de esos 90 minutos, que una buena porción de la intelectualidad vernácula comenzó a argumentar que la hazaña deportiva en realidad fue una suerte de revés en la identidad, casi una matadura en el lomo.
Lo cierto es que cientos de historias se tejieron entorno a lo que pasó el 16 de julio de 1950. La mayoría, o casi todas, refiriéndose directamente a los jugadores, los espectadores, los brasileños en los bares con ‘Obedulio’, los relatores, los organizadores y todo aquel que de un modo u otro tuvo algo que ver con esa fiesta abortada o milagro inesperado.
De todos los asombrosos relatos, el único que conservo bien alimentado y adornado para difundir, es el que tiene como protagonista a mi abuelo Juan Carlos (
abuelo Tata para nos), a La Cruz y especialmente al centenario almacén que sirvió de tablas para las mejores escenas de mi infancia.
Siempre me dio ‘cosa’ preguntarle si efectivamente todo ocurrió como lo cuentan o si sólo ha sido una muy buena invención perfectamente acordada y coordinada de la que soy víctima, lo que tal vez motive mi temor.
El caso es que en La Cruz no podía haber más de una decena de radios en el ‘50. No era raro entonces que el almacén de ramos generales de don Juan Carlos Martínez, del
Tongo (otros apodos también le he conocido, principalmente el que lo supone un sujeto de armas tomar); no era raro entonces que el almacén, bar, peluquería, casín, semillería y hasta
santigüería se haya convertido ese día en una especie de escenario de mega evento, siempre de acuerdo a las proporciones del pueblo.
Como se sabe, el empate dejaba a Brasil con la copa, así que el gol de Friaça a dos minutos de arrancado el segundo tiempo agravaba el panorama. El abuelo, don Juan Carlos, hombre de salir a cortar la tormenta con una cuchilla, decidió que era momento de tomar cartas en el asunto. Fue hasta el fondo del almacén y desempolvó un cuadro de San Cono, el icono milagroso de Florida aún para los que no tenemos más religión que las pastas de los domingos y el fútbol 5 de los sábados.
Ante la desentendida platea enfiló hacia afuera, mirando para atrás recién cuando llegó a la puerta. Sin decir mucho –algo extraño en él y en buena parte de su descendencia- organizó, en menos de cinco segundos, lo que se había propuesto en no mucho más de uno: una procesión. Levantó el cuadro de San Cono con las dos manos tal como alzan los campeones la copa y encabezó así la más improvisada de las peregrinaciones. Salió a recorrer el pueblo y el pueblo -o todo el pueblo que había cabido en el almacén- lo acompañó. Claro que para ese entonces al partido le estaban quedando algo así como treinta minutos. Y como con el empate Uruguay no festejaba nada, todo ese panorama no era otra cosa que un acto de fe desesperada. El caso es que salieron.
Alcanza con haber pasado una vez frente a La Cruz para saber que en veinte minutos uno da una vuelta entera al pueblo y hasta le da tiempo de pasar por lo de
Pepe Pérez para comprar hojilla, tabaco y fósforos.
El abuelo –por ese entonces padre de sólo uno de los tres varones que le daría la vida- estaba por completar la vuelta cuando tropezó frente a la estación, al intentar cruzar los rieles de la vía, lo que generó un inusitado contratiempo. Cuando uno está por llegar al andén, si no va muy atento es fija que tropieza. Y el abuelo tropezó. Cayó con el cuadro de San Cono, quebrándose el vidrio en mil pedazos. Inesperadamente un par de parroquianos tuvo la misma reacción espontánea: antes de ayudar al
Tongo a levantarse, los dos tiraron monedas arriba del papel impreso, desprotegido ante la rotura del cristal. Y mientras el abuelo se incorporaba llovían monedas y más monedas, tantas que fue necesario poner la mano abajo para que el papel aguantara.
De la estación al almacén no queda ni una cuadra, así que, aunque algo sentido por la caída, el portador de la imagen terminó sin problemas de completar el recorrido.
El partido entraba en los últimos diez minutos. La procesión estaba por pasar la puerta para acomodarse en las sillas o acodarse al mostrador. Casi adentro del boliche uno de los baqueanos pegó un chistido potente y seco que cuando lo cerró exclamando
“¡hagan silencio carajo!!”, consiguió esfumar el murmullo. Llegaron a entender a Solé, enloquecido, hablando de alguien que se había
“escapado” y tirado
“en acción violenta”. Quedó todo más claro cuando dijo que
“la pelota rasante al poste escapó al contralor de Barboza y anotó a los 34 minutos Ghiggia el segundo tanto para Uruguay. Uruguay 2, Brasil 1. Autor del tanto Ghiggia a los 34 minutos...".
Como no es difícil imaginarlo, la procesión abarrotada en la puerta explotó en un festejo cerrado, mientras el abuelo -ya adentro del almacén- caminaba como entumecido o afectado por un virus zombi, bajando las manos que portaban el cuadro achanchado en monedas. Sin perder esa calma atónita lo colocó en el mostrador y se sentó en una de las sillas, con la mirada hacia afuera, como apuntando a los álamos de la escuela que está frente al almacén, cruzando la ruta.
Durante los minutos que le quedaron al partido siguió congelado, mientras el entorno era un caldo de nervios, alegría, tensión y todo estado posible ante una situación similar, si es que hubo o va a haber otra parecida.
Cuando todos escucharon lo que estaban esperando escuchar, la explosión fue diferente: esta vez hubo gritos, llantos, carcajadas, saltos y abrazos, mientras el abuelo seguía duro, rígido, obnubilado, como ido.
La fiesta duró todo lo que tenía que durar y el vino, que en La Cruz abundó durante un siglo, regó lo que tenía que regar.
El 17 de julio de 1950 el pueblo amaneció diferente, como amaneció también el país. En el caso puntual de La Cruz, la primera imagen que vio el sol fue la de Juan Carlos Martínez subido a una escalera clavando en la fachada del almacén un cartel con pintura todavía fresca:
“El Milagro”, decía. Ese fue el nombre que llevó el boliche hasta que la edad del dueño pidió jubilación, muy poco antes de que terminara el siglo XX. Así fue como el comercio cerró sus puertas.
El letrero que rezaba
“Almacén de ramos generales ‘El Milagro’, de Juan Carlos Martínez” –uno que sponsorizó Coca Cola desde fines de los ’80, permaneció hasta no hace demasiado, bajándose recién cuando un forastero arrendó el local para poner una pizzería que, como cabía esperar en La Cruz, no prosperó lo suficiente. El nuevo emprendimiento se llevó con él las tablas del piso, los carteles metálicos de la fachada anunciando aceites y cervezas que habían desaparecido antes de la dictadura, y se llevó también la postal del ladrillo visto virgen, comido por lluvias y soles de más de un siglo. El inquilino los había pintado, para que quedara más vistoso. Todo eso fue unos años después de que Epstein hiciera soñar a La Cruz con la posibilidad de filmar allí
Tokio-Boogie, una película que necesitaba como escenario todo un pueblo anclado en el ’50. La Cruz era, al menos hasta los dos o tres primeros años del nuevo siglo, el lugar indicado para hacerlo.
Pasó la vida de bolichero del abuelo, pasó la posibilidad de la película y pasaron varios emprendimientos comerciales entre esas cuatro paredes. Únicamente quedó la carcasa del almacén y, en la familia, la historia de por qué se llamaba
El Milagro. Es la misma historia que, para los que participaron de la procesión y le tiraron monedas a San Cono, explica porqué Uruguay salió campeón del mundo en el '50, más allá de que los Obdulios, los Ghiggias y los Schiaffinos se hayan quedado con las mieles de la gloria y con las mejores narraciones de lo que ocurrió ese día.