Cuando César di Candia quiso darle su primer beso al periodismo, recibió una bofetada. Había preparado un informe sobre la explotación a la que estaban siendo sometidos los trabajadores de un arrocera rochense. En su artículo describía hasta el mínimo detalle del sistema de vales de cartón que la patronal emitía para no dar dinero a los obreros, obligándolos a comprarle a la propia arrocera lo que necesitaban para sobrevivir.
El entonces aspirante a periodista conocía a un editor de un importante diario montevideano. Era el padre de un amigo suyo, por lo cual tenía un pie adentro del medio. Iba a arrancar con ese informe, que prometía tener repercusiones. Cuando cerró los ojos y acercó sus labios para vivir el momento mágico del primer beso, sintió cómo una mano explotaba en su mejilla. El padre de su amigo le explicó que aquella arrocera era anunciante del diario, por lo cual tenía que olvidarse de la posibilidad de publicar el artículo. “Ahí aprendí mi primera lección sobre periodismo: nunca escribas contra los avisadores del medio, porque esa nota no va a salir”, explicó Di Candia el viernes pasado, tras narrar la infortunada historia, en una tertulia organizada por el grupo de maestros jubilados José Pedro Varela de la ciudad de Florida.
Lo llamativo es que en ningún momento se manifestó resignado ante esa escena que, según contó más tarde, se le confirmó como regla en muchos de los diarios para los que trabajó. Dejó ver que fue sólo la desilusión del principio; supongo que después se acostumbró a la regla de tener que evitar temas, o simplemente datos, para no chocar con avisadores y evitar así la censura de los editores. Sumó anécdotas a la tertulia, dejando claro que no sólo era cuestión de empresas que publicitaban, sino también de personas “respetadas” por la dirección del medio para el cual se escribe. Entre anécdota y anécdota, justificó que ello fuese así, pues los medios no son empresas que vivan de caridad, sino que son eso, empresas, y como tales necesitan que les vaya bien en los negocios.
Di Candia no dijo nada que no se sepa, ni que esté fuera de lo que pueda catalogarse de real, pero igual así me sorprendió por cómo tiene internalizado el asunto, como si fuese un tema sensato, lógico. Le pregunté dónde quedaba la credibilidad del periodista si éste estaba dispuesto a no incluir datos relevantes en sus notas, o directamente a no abordar determinados temas para poder mantenerse en el medio. Se limitó a responder que durante los once años que estuvo en Búsqueda gozó de la más absoluta libertad para poner lo que quiso, y que incluso los editores se enteraban de quién era el personaje de su entrega el día antes de ser publicada la entrevista.
En el mismo tono, insistió más adelante que su experiencia le enseñó a no subirse a “caballos podridos” para no caerse, pero siguió sin referirse a ello como una valla para trabajar libremente, sino abordándolo como una condición laboral más a la que uno se somete sin objeción alguna, pues es una norma básica e incuestionable. Al menos así se percibió.
Y yo, que asisto seguido al entierro de mi inocencia, continué con otras preguntas, buscando convencerme de que aquello sólo era una mala interpretación mía sobre la concepción del prestigioso periodista. Pero no. Atento a que había comentado que los editores eran los que cargaban con el trabajo de no dejar pasar las notas que atentaran contra avisadores o “amigos” del medio, le pregunté sobre un editor en particular, sobre un defensor cerrado de la libertad del periodista para escribir sobre quien sea y sobre lo que sea (siempre y cuando maneje datos veraces). Le pregunté si ahí no había un caso donde el periodista se podía sentir tranquilo para elegir el tema y obtener datos. Me dijo que sí, que “puede ser”, pero que así le había ido a ese editor por “hablar más de lo que podía hablar”. Es “brillante” –dijo-, pero “no entendió” que contra algunos “no se puede” escribir, y narró a grandes rasgos el hecho que alejó al periodista en cuestión del último medio para el cual trabajó como editor.
Tuve después la oportunidad de un mano a mano con di Candia. Fue ameno y fugaz. Hablamos un poco más sobre esto último. Le expliqué que como lector quería ver a ese editor trabajando, pero siendo como son las cosas, lo prefería fuera de los medios, porque es una señal de que se mantuvo defendiendo y reclamando las libertades básicas para trabajar y ser creíble. Reconoció que es admirable (si bien no lo dijo, dejó claro que lo veía como un ‘romántico’), pero siguió justificando la situación tal como está planteada, con la libertad de empresa por encima de la de expresión y de información.
El viernes no lo terminé bien. Andaba, como otras tantas veces, arrastrando el féretro de mi inocencia, como mi amigo que estudiaba su mayor vocación, Derecho, y un día fue a consultar a un conocido abogado sobre cómo se dirimía un caso hipotético, y el profesional lo despertó que eso lo acordaban los patrocinantes “por afuera”, lo que “siempre fue así y seguirá siendo así”, por más que choque contra las normas morales y hasta con las jurídicas. Es –supongo- la realidad innegable, pero no única ni justificable.