jueves, 15 de julio de 2010

Magia contra el prejuicio

El Mago se perdió inigualables oportunidades de encajarme un moquete. Pero un buen moquete. Insistí, irracionalmente, en generar el contexto para que le resultase incontrolable la necesidad de revolear el brazo derecho hasta desahogarse en un hermoso y relajante impacto de su mano contra mi rostro, con la mayor fuerza posible para silenciar de una vez y por un buen rato al mocoso (el “silenciar de una vez y para siempre”, sabía él, conmigo es complicado). Pero desperdició cada una de las oportunidades. O no estaba interesado en aprovecharlas, o lo simuló bastante bien. Es más, hasta metió el mate adelante, con un “tomá y dedicate a otra cosa”, o frases similares que mandaba para aplacarme mientras la misma mano que entregaba el mate forrado, de boca abierta, se iba después hasta el mentón a apretujarle la barba una y otra vez, como cavilando en vacío. “Jamás una frase hiriente, nunca un ataque por la espalda, siempre de frente y amigo a muerte de sus amigos”, escribió José Alvarez Aquino en El Buscador el día posterior a su muerte. Y suscribo. El Mago tenía eso: por ejemplo hacerme suscribir hoy a la pluma de José. Fue así pese a que él, Fernando, fue constante objeto de frases hirientes y de ataques por la espalda, ante las que respondía estoico, o en ocasiones invitando a razonar, algo tan en desuso. Es que Fernando estaba “a contraépoca”, era un extemporáneo. Le importaba un bledo quedar por fuera de los cánones preestablecidos para poder encajar un artículo en una reducida cantidad de caracteres, o comprimir un discurso a una brevísima intervención para que la platea, que puede aguantar dos y hasta tres horas de Tinelli (y le gusta!), no se aburra de treinta segundos opulentamente nutridos de información.  Le importaba un bledo titular o abordar según demandara el mercado. No le interesó acomodar su pluma al business ni escribir para quienes no tuviesen un léxico superior a las doscientas palabras. Sin embargo su trabajo era entendible y útil para todo aquel que estuviese dispuesto a leerlo.

“Era un tipo disfrutable”, me comentó, cuando arrancaba a escribir estas líneas, un amigo que pasó por un proceso de acercamiento al Mago muy similar al mío. Es que con sus pausadas intervenciones con aire paternalista, su erguida estética de monumento de bronce, una andanada de gestos como de inacabable reflexión, así como por su más hondo sentimiento de libertad para argumentar lo que le ocurriese acerca de lo que le pareciera (lo que tal vez le haya valido, como a cualquier mortal, caer en insignificantes errores que ni siquiera sé si existieron), invitaban a ver en Fernando a un tipo que jugaba al personaje de intelectual soberbio y superado. Me ocurrió, siendo un mocoso que buscaba un moquete, tener prejuiciosamente como señas de Fernando una lista de comentarios provenientes de teatreros, colegas y otros cuantos que, después supe, no sabían mucho más de él que lo que él desnudaba a través de sus críticas y demás artículos, en los cuales la mayoría de éstos alguna vez se había sentido tocado (con el tiempo todo me empezó a cerrar). A eso le sumaba mis pasiones partidarias por ese entonces, distantes a sus razonamientos políticos, aspectos que me lo transformaban, en la previa, en un ser no muy agradable.
El trabajar cotidianamente cerca suyo durante algunos años me dejó descubrir a un tipo formidable, agradable, solidario, sencillo, pero por sobre todo cortés, o más bien un caballero de otra época… (los puntos suspensivos van como homenaje porque eran una constante en sus textos). Por eso me acuerdo del Mago fuera del ambiente de la cultura, o de la pretendida “Cultura”, así, con mayúscula; sino en la redacción, en los calores de lo cotidiano y lo inmediato.
Los años me fueron presentando carradas de tipos que cambiaron de frente a frente su visión sobre Fernando en base a dos puntos: conocerlo y compartir horas y más horas con él. Le ganaba a cualquier prejuicio. Partía siempre desde atrás, perdiendo por varios cuerpos, y ganaba con la fusta bajo el brazo. Es que cuando transcurrían las horas, el cansancio y la pasión, esa que deja ver la vena y ante la cual ningún personaje resiste porque aflora el ser en estado natural y puro, sin disfraces; ahí ganaba Fernando.
Me lo hago todavía cuando, en mi breve vida de trabajador kioskero, me regaló algunas noches de guitarreada en plena esquina de Independencia y Rivera, donde zitarroseábamos o le escuchábamos junto a Carlos Julián una ola de anécdotas setentistas, asistiendo a la cita no programada de la manera más humilde y desde el más bajo de los perfiles. 
Dijo Juceca que Zitarrosa “un día agarró y se murió”. Algo similar, se me ocurre, hizo el Mago. Y lo hizo el día del Mago.
No quiero caer en lugares comunes ni adjudicarle lo que no le recuerdo como méritos. Me limito a decir que Fernando hacía carne aquella máxima del Pocho Zibil, de las particulares características del conocimiento, pues es “de las pocas cosas que cuando se comparte, en lugar de dividirse se multiplica”.
A Fernando le critiqué en una época su discurso que ribeteaba a veces la argumentación sanguinettista, al tiempo que le admiraba su inalterable tranquilidad aún ante la sucesión de pequeñas traiciones cotidianas.
Sin ser familiar ni amigo, siento igual una pérdida individual; la de un tipo que de algún modo me quería, y que incluso, creo, indirectamente me lo transmitió. La pérdida de un tipo que yo quise, y de lo cual caí en la cuenta cuando, sin proponérmelo, en más de una ocasión me encontré defendiéndolo, en tertulias en las que él no estaba, y donde surgían oraciones que diez años atrás había escuchado y creído, y que llevaban a pauperizar injustamente su imagen.
En el “color”, perdí un tipo que ante bajas posibilidades visuales me reconocía en la calle cuando le gritaba “Fernando Martín” (debo ser el único nabo que lo saludaba así), y al cual cuando lo llamaba por teléfono a su casa (que siempre lo llamé para pedirle algo) no hacía falta preguntar con quién hablaba porque atendía con un inimitablemente grave “hooooola”.
Pero la pérdida fundamental, la pérdida en serio, como dijo Daniel Ayala a horas del fallecimiento del Mago, es para el departamento, y se va a notar cuando tengamos necesidad de indagar en nuestro pasado local y sea visible que muy pocos o ninguno podrá contestar o dar una mano sin preparar prácticamente nada, porque no necesitaba algunos días de estudio para refrescar datos, pues venía con ellos acumulándolos desde varias décadas atrás, y regándolos todos los días.

(foto: Fernando Martín González Calcagno, "El Mago", delante, junto a José Alvarez Aquino, que aparece detrás, en la redacción de El Heraldo, en la segunda mitad de la década. Foto gentileza de su autor, Alexis Trucido)